3 de abril de 2012

Manía adulterada.


Y quizás lo que más hería mi orgullo de leona desgastada y amedrentada, era el mero hecho de tener que rendirme. El tener que conformarme con la derrota; el tener que dejar escapar el júbilo por el inexistente espacio que quedaba entre los labios, tan juntos que hasta las mandíbulas las sentía temblar.
No podía renunciar, no entonces, y desde luego, no cuando estaba todavía en un punto alejado completamente de la realidad. No cabía en la mente siquiera imaginarlo.
El odio me rugía en el pecho, desesperado por salir apenas transformado en un hálito tibio, mientras sabía que aquello era demasiado despreciable para sentirlo incluso hacia una persona de la cual sólo conocía el nombre.
     Sentía la suciedad en la conciencia de quien está a punto de cometer una brutalidad premeditada, y el temor de quien guarda un secreto a voces. Y con el tiempo, comencé también a sentir la amenaza de su anónima presencia en cada lugar que pisaba.
Los momentos de dicha empezaron a envidiar a los de tormento. Éstos se hacían cada vez  más largos y frecuentes, y el espectro de ese desdén me devoraba el sueño y el pensamiento.
Hubo un tiempo en que sentí endurecer las venas bajo mi piel, por la sangre envenenada que hervía recorriéndolas. No había duda de que la locura estaba haciendo mella en un recóndito lugar donde (no mucho) antes cupo la razón.
Fue cuando me hice consciente de las pérdidas; de todos y cada uno a los que había querido y que ya no estaban, y cuando me juré que no pararía hasta acabar con el fantasma de mi obsesión.


            Supuse que si lo encontraba cara a cara, y comprobaba que era de carne y hueso, ese hechizo se rompería y yo volvería a ser libre de nuevoY descansaría. Y tal vez, te volvería a rescatar a mi lado.